sábado, 29 de octubre de 2011

Conversando con mi Niña interior








En estos días he estado conversando con mi niña interior, con esa parte de mí que me regala ilusiones, esperanzas y una certeza no fácil de explicar de que todo es posible. Ayer camino a Ponce se me apareció bailando en medio de las montañas de Cayey. Iba yo ensimismada pensando en los muchos retos de la misión, en mis muchos retos personales y en los logros de una mañana de taller donde me llené de la grandeza humana de seres que me regalaron las vivencias de su caminar.

De momento estando sumida en mis pensamientos, siento de que desde lo más profundo de mí fue surgiendo una sensación de bienestar. Vi colores, un traje de volantes hermosos y mi niña sonriendo mientras daba vueltas y bailaba mirándome a los ojos fijamente.

Casi detengo el carro ante la sensación de que si no me detenía podía atropellarla. Dejé fluir mi mente, mis sensaciones y le pregunté si tenía algo que decirme. Sentí escuchar su voz decirme mientras sonreía, que estaba contenta y deseaba seguir así. Me pidió que no la abandonara, me dijo que se había sentido sola y que tenía mucho que compartir conmigo, juegos, caricias, canciones, cuentos, flores, bailes, y muchas ilusiones.

Lloré por un momento al darme cuenta de que llevo un tiempo tratando de funcionar desde esa parte del ser que acude a las razones, a las ideas, a la lógica para afrontar la vida. Que llevo meses haciendo cálculos de hasta dónde dejar ver mi interior y cuanto debo ocultarlo ante los temores de la incomprensión y el error. Hasta dónde permitirme abrazar, jugar, caerme, levantarme, correr el riesgo de parecer loca, con tal de ser fiel a esa inocencia, a esa confianza absoluta, a esa entrega más allá de lo que las voces críticas nos permiten.

Me di cuenta que he andado rondando el peligro de vivir ajustándome a las expectativas de una sociedad que teme a los adultos que se atreven a ser niños. Me di cuenta que he pisoteado esa parte de mí que me ofrece el balance para no perder la esperanza de que es posible el amor incondicional.

Ese amor incondicional como el que observaba hace unos días en la fila de una tienda. Un niño que podría tener dos años esperaba en el coche junto a su madre. Ésta le ofreció un paquetito de galletas y luego de hacer todo el esfuerzo para abrirlas con sus pequeñas manitas, logró sacar su primera galleta. Me miró, miró la galleta, se sonrió y extendió su mano para ofrecerme la galleta a mí. A mí. Yo me reí con una de esas carcajadas que reconozco cuando provienen de mi niña interior. Tomé la galletita, le di las gracias y de inmediato se la devolví y me saboreé cuando sin pensarlo dos veces, se la echó a la boca y la disfrutó como si fuese yo quien se la hubiese regalado. Total confianza, total desprendimiento, total candidez y juego lúdico de quien sabe que la vida se trata entrega y reciprocidad. Y todo eso habita dentro de mí…

Lo sencillo, lo dulce, lo atrevido y a veces absurdo, lo que se opone a las normas, como atreverse a conversar con extraños, regalar sonrisas a quien va de prisa en la calle. Decirle a alguien que sus ojos o su pelo son hermosos. Lo poco usual de lanzarse a bailar sanamente con algún extraño o algún conocido, sólo por el goce de bailar y compartir la fraternidad.

El riesgo incomprendido de vivir enamorada cada día de algo o alguien nuevo con quien compartir rituales como los del principito y su rosa. El compartir cálido de frases, poemas, canciones que pueden parecer extraños o desacertados, por el hecho de estar asociados a esa fuerza erótica que es totalmente parte del ser humano. Fuerza atrofiada en una época que vive en la absurda contradicción de por un lado condenar la expresión pública de la expresión sexual y por otro promover en público el uso mercantil y prostituido de la maravillosa expresión de nuestro eros.

Me atreví a prometer a mi niña que aunque llena de temores de acallarla, abandonarla, juzgarla por mi miedos y los de la sociedad, defendería su presencia viva dentro de mí. Le dejé saber que me permitiría abrazarla y mostrar su maravilla, que la acompañaría desde mi adulta a expresar todo el caudal que tiene para hacerme feliz. Que reiría y lloraría con ella.

Para concluir esta experiencia con mi niña, un arcoiris que parecía una hermosa fuente de colores salió para nosotras desde el corazón de la madre naturaleza. Sentí como sus colores se adentraron en mi cuerpo y me dejé acariciar por ellos. Experimenté como mi interior se fue llenando de luces diversas que aceleraron mi corazón. Y acallando por un instante las voces críticas de mi razón, me dejé llevar por la invitación de mi niña a bailar alrededor de aquella radiante fuente de colores...


Lourdes Ortiz
Octubre 2011

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Bienvenido (a) este espacio de compartir aquello que me dice el amor luego de veinte años de convivir con el dolor y las luchas de mujeres y hombres en Puerto Rico y más allá de nuestras fronteras. Quienes con sus vidas me han ofrecido profundas lecciones sobre lo que es la vida y las razones para seguir apostando al amor como única respuesta...