Acompañando el dolor
En estos días me ha tocado acompañar heridas
relacionadas a la falta de amor en el
establecimiento del vínculo primordial. Ese que nos hace sentir desde antes de
nacer que somos deseados, que somos esperados y que al llegar seremos recibidos
con total incondicionalidad.
Me ha tocado acompañar
y escuchar
historias que desde
antes de ser narradas ya sabía que estaban allí, detrás de la coraza. Una
persona me narraba como sufrió toda clase de maltratos físicos desde su
temprana infancia hasta la adultez cuando pudo abandonar a su agresora. Otra
que
llegaba
llorando al no poder aguantar el impulso y
acostarse con alguien de quien sabe no puede esperar nada. Otra que no logra
manejar el rechazo, que se victimiza ante cualquier circunstancia y se aleja de
las relaciones. Alguien que
me compartía
como su madre la golpeaba cuando no lograba entender las asignaciones o sacaba
malas notas. Alguien que me compartía que de niño
anduvo de hogar en hogar,
hasta que fue adoptado por el “diablo” y hoy
día no logra controlar muchos de sus impulsos.
Rechazo, rechazo, rechazo y sus consecuencias. Demasiado
rechazo, desde la indiferencia sutil que hace parecer que todo estuvo bien y
uno es el quien está mal. La ausencia de las figuras paternales
que forman las primeras ideas sobre ser
persona. Relaciones superficiales, muestras de afectos vacías. Exceso de
posesiones materiales versus ausencia de relación. Dobles mensajes entre los
padres que hacen sentir al hijo responsable de los desastres de la familia.
Alcoholismo sublimado en participación en iglesias y obras de caridad.
Desde lo sutil
hasta
abusos más insospechados como dejar sin comer varios días a menores de edad,
castigarlos con las manos o con objetos, insultos, hasta abuso sexual. No hay
día en que no roce de alguna forma el dolor de mi pueblo y no hay día en que no
se me ofrezca razones para entender porque el amor anda en peligro de
extinción. Pues la cadena va de generación en generación.
Producto de las heridas, cuando la persona se mira así misma
ve algo que no es lo que en realidad es, lo que ve no le gusta
y se aleja del yo verdadero.
Así empieza a actuar de otras formas alejadas
de su esencia. Se crean personajes, máscaras y la persona se desasocia de sus verdaderas
emociones. Terminando en muchas ocasiones llenos desconfianza e
inseguridad,
de
ansiedad,
miedo o coraje. Buscando afuera lo que no logra encontrar adentro y
apegándose a aquello que le dé seguridad y
placer.
Adictos a toda clase de
conductas y cosas, personas, comida, bebida, conocimiento, espiritualizaciones,
compras, sexo, reconocimiento etc.
Desde el Instituto caminamos convencidos de
la gran bondad que hay en el interior de cada
ser humano. Reconocemos esa dignidad que todos poseemos, creyendo en el caudal
de dones que Dios ha puesto en cada persona y que un autoconcepto deforme nos
ha ocultado.
Hemos podido presenciar los milagros de la transformación
cuando la persona descubre su verdad y reescribe su historia.
Cuando se permite reconstruir lo vulnerado de
su vida. Hemos visto tanta liberación,
que estoy convencida que toca seguir
escuchando, acompañando, facilitando esos viajes de regreso al hogar interior
donde habita la herida pero también el manantial de la persona.
Definitivamente este camino me regala cada día
un reencontrarme con la plenitud del ser
humano. Un regocijarme desde la riqueza del manantial que habita en la persona
y que brota a caudales cuando la persona sana.
Poder celebrar la vida,
la verdadera esencia,
la identidad de la persona que es bondad. Esa
dignidad que Sister Isolina reconoció en cada ser y por la cual nos toca seguir
abriendo espacios de liberación.
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